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Cultura
9 de agosto
15 | agosto | 2016Por: Claudia Korol
En 1994, los patriarcas de las Naciones Unidas declararon el 9 de agosto como Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
La fecha recuerda el momento en que el Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías celebró su primera reunión en 1992. Esto quiere decir que el día celebra no las luchas de los pueblos indígenas, sino el momento en que la ONU se acordó de ellos y ellas, cinco siglos después de que los dueños del mundo iniciaran su exterminio, para garantizar el saqueo de los territorios, y someterlos a servidumbre y esclavitud.
No está mal que haya un día que recuerde los derechos logrados en cinco siglo de resistencias de los pueblos. Pero no está bien que se pretenda remendar con ese día, el olvido intenso de un mundo racista, patriarcal, capitalista, que a lo largo de los años les quitó las tierras que habitaban, los expulsó de sus lugares ancestrales, realizó sucesivos genocidios, puso en la clandestinidad a sus culturas, invisibilizó su lugar en la historia, en los saberes, en las creaciones.
Si los patriarcas coloniales de las Naciones Unidas quisieran que los derechos de los pueblos originarios sean reconocidos, cuidados, y vueltos prácticas cotidianas, deberían impedir que las corporaciones transnacionales continúen la invasión de sus territorios. Deberían impedir que sigan muriendo hermanos y hermanas de los pueblos originarios del continente, por defender sus tierras y sus ríos.
Deberían cuidar a las Berta Cáceres. Y deberían hacer justicia frente a sus asesinatos, suspendiendo la construcción de mega represas hidroeléctricas que matan los ríos, los bosques, las semillas. Deberían darle a Fidelia, hermana mapuche, la titularidad del espacio que habita. Deberían exigir al Estado Chileno que deje en libertad a la Machi Francisca Linconao, presa política mapuche, y que se haga justicia por el asesinato de Matías Catrileo. Deberían liberar al lonko Facundo Jones Huala y dejar de criminalizar las luchas de las comunidades y pueblos originarios, y dejar de destruir los territorios que ellos y ellas cuidan.
La Subcomisión de Protección a las Minorías de la ONU, debería recordar que estos pueblos eran la inmensa mayoría de los habitantes de estas tierras. Y explicar entoncees cómo fue que se volvieron minorías a las que pretenden proteger. Deberían entender que tanta protección, mata. Deberían saber que los pueblos no piden que los protejan los mismos estados que los asesinan. Que los pueblos distinguen los discursos de las prácticas, la hipocresía de los buenos modales. Que los pueblos rechazan sus guerras, sus conquistas, sus invasiones. Que quieren vivir en paz y en libertad. Que no los protejan, que dejen de matarlos. Que no los protejan, que saquen sus armas de los territorios que habitan.
Mi cuerpo es mi territorio. Así dicen las mujeres del feminismo comunitario cuando van pariendo una nueva conciencia, que es semilla y río, árbol, bosque, pradera y camino.
Mi comunidad es mi fuerza Así dicen cuando van entretejiendo los colores diversos de la vida, en un telar de rebeldías.
En el andar colectivo, nos enseñan los secretos del buen vivir, del buen sentir. No de un modelo terminado que debe repetirse como receta universal. El buen vivir, como un ejercicio de múltiples soberanías. Soberanía alimentaria, energética, cultural, espiritual, soberanía sobre los cuerpos. El buen vivir, como un modo de encuentro de los pueblos, en la naturaleza de la que somos parte. El buen vivir, como un enfrentamiento cotidiano a las múltiples opresiones de un sistema colonial, patriarcal, capitalista, gerenciado por los estados desunidos de las “naciones unidas”.
Aprendiendo a volar. Con alas rotas, con cuerpos libres, con dolores y esperanzas en la voz. Este 9 de agosto que recordamos,denunciamos los incumplimientos de promesas de los estados terroristas, los malos gobiernos y sus alianzas mundiales. También utilizamos el impulso para pensar nuestros vuelos, en el calendario que creamos a ritmo de danzas ancestrales, en las que se hacen presentes, todas y todos los olvidados del mundo.