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Deportes

El 2 de Dios

12 | marzo | 2016

Roberto Perfumo -1-

Por: Patricio Barrio

“Siempre estuve seguro que iba a ser futbolista, que les iba a ganar por cansancio”. Había empezado hacía pocos días una luminosa primavera. Octubre, año 1942. El tercer día de ese mes, en el partido de Avellaneda, nacía Roberto Perfumo.

Ese chico de ojos hundidos, pelo lacio y dientes separados empezó a formar su carácter en Sarandí. El barrio era muy pobre. No había agua corriente, tampoco luz. A la noche, la señal era clara: “Mamá soplaba una lamparita de alcohol y todos a dormir”.

Pero Roberto tenía en claro que el rock y la pelota hacían milagros. “No se me pasaba otra cosa por la cabeza que jugar al fútbol”. No solo era un camino para el ascenso económico y social: significaba la posibilidad perfecta para entrar a los grupos de juego en la década del 50. Poder llevar una impronta.

Ese juego era mucho más que un pasatiempo. El primer equipo fue Pulqui. Corazón y barrio, fútbol amateur, en 1957. Vinieron los primeros dos tragos amargos cuando se probó en Lanús e Independiente, pero su destino no quiso escuchar a los técnicos que le sugirieron dedicarse a otra cosa. Lo que no sabían era que Perfumo tenía la personalidad de un caballo. Iba ciego a vengar su sueño. Quería ser uno de esos hombres que no paraban de jugar: “Lo que habían sido mis ídolos”.

En 1958, gracias a un contacto de Ernesto Duchini, llegó la posibilidad de jugar en River Plate. A pesar de la distancia y los minutos en transportes hasta Núñez, con la frente cerca de la ventanilla, Roberto no faltaba a entrenar nunca.

Pero con 17 años, después de debutar en la quinta división del Millonario, tuvo un diálogo que cambió su carrera y significó la tercera trompada. El profesor Díaz le pregunto de qué trabajaba, y Roberto respondió de tornero. “Bueno seguí con eso, porque al fútbol no podés jugar”. Esas palabras fueron un chorro de nafta sobre su fuego sagrado. Desde ese día jugó para el Gordo Díaz.

Con Perfumo libre, Ernesto Duquini llegó a Racing Club y le dio la gran posibilidad de mostrarse. Como en el barrio. La Academia estaba a 15 cuadras de su casa. Se terminaban esos viajes tortuosos con la angustia de la incertidumbre en el estómago.

En 1964, con sangre de varias piedras que se cruzaron en el camino, debutó gracias a Néstor Rossi en Santiago de Chile. El rival era Flamengo y ese pibe, que medía 1,80, se paró sobre la izquierda como segundo marcador central aunque en la reserva era mediocampista.

Las próximas líneas pueden resultar trilladas. En esos bares porteños, con la barra de madera, marcas de vaso y sarro en los espejos por atrás de las botellas coloridas con alcohol, las han repetido hasta el hartazgo.

Juan José Pizzuti, el entrenador más querido en la historia de Racing, lo volcó a jugar como primer marcador central. En la derecha. Demostró ser uno de los mejores defensores del país, y realizó un culto del puesto. Ese equipo de la Academia, con él como caudillo, ganó todo: Campeonato argentino, Copa Libertadores y Copa Intercontinental frente a Celtic donde, por primera vez en la historia, un equipo argentino conquistó el mundo.

Once años en Avellaneda le bastaron a Roberto para decidirse a conquistar otras tierras. En 1971 viajó a Brasil para hacerse guapo en el Cruzeiro. No rompió la costumbre: ganó tres veces el Campeonato Mineiro y fue campeón de la Copa Mina Gerais. Tres años de temporada sobraron para que fuera adorado por los hinchas de la Raposa.

En 1975, cuando algunos periodistas creían que su retiro debía consumarse, Ángel Labruna lo convenció de no abandonar el fútbol y terminar su carrera en River Plate.

Después de 18 años sin vueltas olímpicas, en su regreso, La Banda vuelve a ser campeón en la cancha de Vélez. Hinchas y técnicos que no creían en las casualidades le adjudicaron gran parte de cierre de sequía al hombre que, por ese entonces, ya era El Mariscal.

Se retiró en 1978, con 36 años, y acunado por el Estadio Monumental, después de ganar dos campeonatos Metropolitanos y un Campeonato Nacional.

Ratificó su jerarquía en los mundiales de Inglaterra 1966 y Alemania 1974 con la Selección Argentina. En aquel momento pertenecer al selectivo nacional “era un quemo”, según palabras de Hugo Orlando Gatti. No se contaba con la exigencia de entrenamientos sostenida a partir del año 1978. Tal vez la historia con la albiceleste hubiera sido distinta, donde tuvo el honor de ser capitán.

La particularidad de Roberto El Mariscal Perfumo que sorprendió a lo largo de su carrera era esa combinación codiciada, infalible y extraña: carácter y sutileza. Era aguerrido y elegante. Un jugador capaz de salir con pelota dominada entre dos delanteros, y de acomodar con un codazo la cabeza de los rivales. Un hombre guapo en aquellos furiosos partidos de Copa Libertadores disputados en plazas bravas como Perú, Uruguay y Brasil.

Cómo técnico su carrera fue corta, pero contundente. Entre 1981 y 1993 dirigió Sarmiento de Junín, Racing Club, Olimpia de Paraguay, donde ganó de manera invicta el Torneo República, y cerró su ciclo como entrenador de Gimnasia de La Plata con otro logro: la Copa Centenario.

El campo de los medios de comunicación también conoció la eficiencia de Roberto. Rindió en todas las líneas: Radio, gráfica y televisión. Comentaba los partidos con la seguridad y sabiduría de haber sido el mejor marcador central que tuvo el fútbol argentino, con el respeto y formación de un profesional muy querido por todos sus compañeros. Hombre sencillo, sincero, humilde y solidario.

«El futbolista es un afortunado porque su tarea consiste en aquello que más humanos vuelve a los hombres: se la pasa jugando”. Ni la muerte logró convencer a Roberto Perfumo, como ya le pasó al Gordo Díaz. Porque su figura sufrió la conversión: De hombre a leyenda. Si la teoría que suelen profesar algunas religiones sobre el cielo es cierta, allá arriba habría un partido muy importante. Y está muy claro quien es el 2 que eligió Dios.

En el próximo centro, cruce en velocidad y pisada entre dos delantero. Abrazo de gol, Mariscal. Hasta siempre.