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Cultura

Cómo tener éxito en los estudios, según la ciencia

27 | mayo | 2016

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Cabe preguntarse si el retrato robot del universitario perfecto dibuja a un superhéroe o sólo a un tipo con suerte bien canalizada. El juego de responsabilidades a la hora de medir el éxito o el fracaso de un alumno es un clásico en el mundo de la educación: ¿Cuánto está en la mente del estudiante? ¿Cuánto controla y cuánto le viene impuesto?

La maraña de estudios e investigaciones que trata de responder a estas preguntas es una selva contradictoria, pero presenta algunos puntos en común que ayudan a arrojar algo de luz. Factores sociológicos, capacidades cognitivas, bagaje cultural, hábitos, motivación… La pasada semana, incluso, papel daba voz a un estudio de las universidades de Princeton y California que demuestra mejor rendimiento entre quienes toman sus apuntes a mano.

Las variables a considerar son, en definitiva, tan amplias como la curiosidad científica, pero hay un elemento decisivo y estudiado por encima de todos: el descanso.

“El sueño es fundamental para la consolidación de la información aprendida durante el día. De hecho, es curioso observar cómo las mismas áreas cerebrales activadas durante el aprendizaje de una tarea lo hacen nuevamente mientras dormimos”, detalla Iván Eguzquiza, psicólogo conductual del Instituto de Investigaciones del Sueño de Madrid (IIS), centro de referencia en este campo desde hace más de dos décadas.

Dormir bien no es dormir mucho

Es ya casi una opinión unánime que las características del descanso del alumno influyen decisivamente en su rendimiento académico. Pero surge aquí otra pregunta: ¿Descansar mucho significa descansar bien? No siempre.

Según las cifras del Instituto Nacional de Estadística, el 59,6% de los jóvenes de entre 16 y 24 años duerme una media de ocho horas al día. Sin embargo, según explica Eguzquiza, los estudiantes universitarios son un grupo “especialmente proclive a sufrir trastornos del sueño”.

Así lo refleja un estudio realizado en 2014 por el departamento de Neurología de la Universidad de Michigan, que aseguraba que “la fatiga durante el día, la privación del sueño y los horarios de descanso irregulares tienen una alta prevalencia entre la población universitaria”. Tan alta como lo siguiente: más del 50% de los participantes reconocía cansancio diurno y un 70% sueño insuficiente.

Las consecuencias de este factor sobre el rendimiento académico son mayores que las de cualquier otro. El psicólogo del IIS les pone nombre: “Enlentecimiento cognitivo, disminución de la memoria de trabajo y de la memoria a corto plazo, empeoramiento en la ejecución de tareas, disminución de la flexibilidad cognitiva, sesgos perceptivos…”.

La falta de sueño, peor que la marihuana

Uno de los trabajos más contundentes en esta línea es el de la doctora en Neurociencia Roxanne Prichard, distribuido por la Academia Americana de Medicina del Sueño. La investigación indaga en los efectos del descanso sobre la nota media y llega a una conclusión rotunda: “Mientras que factores como el consumo abusivo de alcohol y marihuana contribuyen significativamente, el impacto de estas sustancias sobre el estudio es mucho menor que el de los trastornos del sueño“.

Es importante subrayar la palabra trastorno, porque en este contexto refiere también a enfermedad, y supone un condicionante de difícil solución. Pensemos, por ejemplo, en roncar. En un estudio llevado a cabo en 1999 entre estudiantes norteamericanos que se presentaban al examen de certificación de Medicina Interna, los resultados mostraron una tendencia clara: el 47% de los alumnos roncadores frecuentes suspendieron, mientras que el porcentaje de fracasos era muchísimo menor entre los roncadores ocasionales (22,2%) y de no roncadores (12,8%).

Más allá de estos efectos directos del sueño, el alumno tiene que afrontar también los indirectos. Por ejemplo, los horarios. Este año, un análisis de la compañía de wearables Jawbone encontraba un patrón común entre los estudiantes de las universidades top: se acostaban más tarde. Sin embargo, éste hallazgo no equipara el éxito a un patrón de búho nocturno, sino a un alumno que aprovecha más el tiempo y estira más sus días.

La investigación científica corrobora esta idea y traslada malas noticias a los estudiantes de turnos de tarde: sus notas serán más bajas. Así de claro es el estudio Horarios de inicio de clases, sueño y rendimiento académico universitario, liderado por el profesor Serge Onyper en Nueva York en 2011, que reconoce que, aunque “retrasar la hora de inicio de clases incrementa la cantidad total de sueño, reduce la fatiga y mejora la asistencia, por cada hora de retraso, el GPA se reduce en 0.022 [sobre 4]”. Esto, traducido a escala sobre 10, indica que un universitario español cuyas clases arranquen a las cuatro de la tarde tendrá una nota 0,4 puntos inferior a la de sus compañeros que inician el día a las nueve de la mañana.

La explicación es simple y está en el propio estudio: cuanto más tarde se arranca y termina el día, la tendencia a la fiesta y al consumo de alcohol se incrementa, con las consecuencias asociadas para el sistema cognitivo y el rendimiento. En 2006, el investigador de la Universidad de Southern Illinois C.A. Presley cuantificó esta impresión: aquellos que bebían y se emborrachaban al menos tres veces a la semana tenían seis veces más posibilidades (40.2% contra 6.8%) de suspender un examen que aquellos que sí, bebían, pero no se emborrachaban.

El nuvel socioeconómico también influye

Existe, por tanto, una amplia gama de factores que condicionan el éxito académico de un alumno basándose en sus hábitos o su salud, pero hay otros tantos que le trascienden, en su mayoría relacionados con la escala social y la desigualdad de oportunidades. El ejemplo lo pone Antonio Valle Arias, Catedrático de Psicología de la Educación de la Universidad de La Coruña: “Imaginemos a dos estudiantes que se quedan a las puertas de una carrera con límite de plazas, como Medicina. La renta familiar condiciona que uno pueda estudiar esa carrera en una universidad privada y el otro tenga que reorientar sus estudios”. Las consecuencias de estas decisiones sobre el rendimiento, en forma de desmotivación y falta de incentivos, son enormes.

En otros casos, el alumno sí que podrá ingresar en la carrera deseada, pero deberá trabajar al mismo tiempo para costeárselo. Esto, que no disminuye su capacidad intelectual, sí merma de forma obvia su tiempo disponible para estudiar. Una situación común en España, a la que pusieron números en Francia entre 1992 y 2002: durante esa década, la tasa de graduación general en el sistema universitario fue del 63,4%. Mientras, entre los alumnos que trabajaban hasta 16 horas semanales se quedaba en el 55,8%, y en los que superaban ese umbral descendía hasta el 37,9%.

Para superar esas trabas e impulsar la motivación sobre las circunstancias personales, la figura del profesor emerge como imprescindible. «Puede contribuir a que el aprendizaje sea un viaje placentero y apasionante o, por el contrario, desagradable y con escaso interés», asegura Valle, co-autor del libro Enseñar a aprender. El experto identifica la confianza y la empatía del maestro hacia el alumno como los elementos más valorados, pero la investigación científica aporta un dato más. Según un estudio de la Universidad de Costa Rica, basado en datos recopilados en toda Hispanoamérica, las notas muestran una tendencia al alza cuanto menor es la brecha de edad entre profesor y estudiante.

La genética importa

En este sentido, la cercanía cultural entre padres e hijos juega un papel similar y también fundamental, como concluye un trabajo de las universidades de Stanford y Northwestern, que plantea que los estudiantes sin padres con experiencia universitaria “obtienen notas más bajas y encuentran más obstáculos que los estudiantes con, al menos, un progenitor graduado”.

En cualquier caso, el pasado más relevante para la predicción de resultados es el del propio alumno y aquí, por lo general, sí se acaba como se empieza: los primeros resultados académicos influyen decisivamente en el desarrollo posterior, generando un círculo virtuoso -o vicioso- difícil de romper.

El psicólogo Antonio Valle, que ha estudiado el fenómeno durante más de una década, lo resume así: “Está comprobado empíricamente que el mejor predictor del éxito futuro es el éxito actual, y esto también es aplicable al fracaso. Tener fe en uno mismo es uno de los pilares fundamentales de la motivación, aunque no el único. Evidentemente, para tener unas altas expectativas de éxito futuras, los estudiantes tienen que haber vivido experiencias de éxito previas”.

Fuente: El Mundo, España.